Me asomo por la ventana, al caer la noche, esa noche que viene en verano, arrastrando la salitre del mar hasta la humilde villa donde vivo, la cual se está envejeciendo porque los jovenes buscan un lugar mejor. Miro al horizonte, que arde, un funeral vikingo en el cual, el protagonista es el viejo Sol, que muere agonizando y hundiendose en la que fue su amante fiel, la mar. Se divisan varios barcos que vuelven de faenar, y los pescadores, con sus manos envueltos del aroma de sus presas, comienzan a desplegarse, para ir a cenar. Queda en la playa, algun joven enamorado, que divisa el espectaculo, como lo hago yo, y lanza una botella al mar, en el cual ha escrito un mensaje de amor, para aquella sirena que, en sueños, un día vió. Las calles se inundan de un rojo pasión, y se escuchan a las muchachas cantar por fandangos y bulerias, al ver como vienen los mozos de sus vidas, a darles el beso prohibido, y a sumergirse en el lecho de su cuerpo.
Se escuchan las guitarras gemir con lujuría, como si se trataran de los infieles amantes, del hombre malhumorado, que engañan noche tras noche, y que liberan el veneno que esconden, en lo más profundo de su cuerpo, que, ceñido con un velo negro, exponen al viento sus senos, y le roban el suspiro, a los ancianos perversos de mente, pero caducos en alma. Yo contemplo desde mi balcón dicho cuadro, y empiezo a recordar el porque me hayo en este santuario lleno de colores, lujuria, gemidos y pasiones, estoy atrapado en la mente del duende, que sin saberlo, se ha enamorado, de un pueblo ya olvidado, en la costa del Mediterraneo.
Mas quiero seguir espectante, y volver a presenciarlo mañana, pues durante unos instantes, me siento un Dios, ante esta muchedumbre, pues los observo y los mimo, en mi pensamiento, les deseo suerte, y mientras busco con la mirada, entre las niñas que cantan, cual será la madre de mi vida casada.


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